¿Qué está pasando en Francia? La pregunta se repite allá donde vayas. Porque Francia ha sido, históricamente, objeto de deseo o animadversión, pero nunca antes de tanta incomprensión. Ante el desconcierto, se señala a los sospechosos habituales: economía en decadencia, política sin horizonte. Y el insoportable vacío corren a llenarlo los diagnósticos rápidos: la sobredimensión del Estado, el infierno fiscal, el bloqueo de “los extremos”… Francia ha pasado en muy poco tiempo de la negación a la constatación de que el problema es serio. Los mantras que culpabilizan a los de siempre, por supuesto, no faltan a la cita: “Los jubilados cobran demasiado”, “los emigrantes viven de las paguitas”, “los jóvenes no saben lo que es trabajar”… Entonces, acudimos a escenas que hace poco más de una década habrían parecido inconcebibles y que, sin embargo, se han vuelto parte de nuestra cotidianidad. Hace unos días, en el telediario de TF1, un economista desplegaba un cuadro comparativo con los niveles de deuda de los países del sur de Europa. Portugal, Grecia, España e Italia —los antaño denostados PIGS— aparecían ahora como ejemplos de disciplina por haber reducido su deuda. Francia, en cambio, quedaba en evidencia: un rendimiento deficiente y una conclusión obvia. Si los países del sur expiaron sus pecados con austeridad, a Francia le ha llegado su San Martín.