
“Los primeros tiempos fueron difíciles. A la gente le llamaban la atención nuestras bolsas de harina, pero no vendíamos ni un kilo. Sin embargo, seguimos a todo pulmón convencidos de nuestro proyecto y acá estamos creciendo día a día un poco más”, afirma, con un marcado acento alemán, Manuela Schedlbauer, desde Molino Mayal en Matheu, partido de Escobar. Junto a su familia lleva adelante un emprendimiento de harinas orgánicas de trigo, centeno y espelta; que ya conquistó a grandes panaderos, chefs y destacados restaurantes de la ciudad como Don Julio, Anchoíta y Julia, entre otros. “Hoy miro todo lo que construimos y me emociona. Seguíamos siendo los mismos, pero con más experiencia y aún más compromiso”, agrega, mientras comienza a relatar los comienzos de su apasionante historia.
Manuela es nacida y criada en la ciudad de Mannheim, cerca de Frankfurt, Alemania. Llegó a Argentina en diciembre de 1985. Vino de vacaciones con la idea de disfrutar de unos días en la gran ciudad, pero Buenos Aires la deslumbró con su energía y el interior del país terminó de atraparla. “Fue un flechazo inesperado. Desde entonces esta tierra se volvió mi hogar”, dice.
Ese viaje fue el puntapié de nuevos comienzos. En ese entonces era maquilladora de cine, publicidad y moda. En cada jornada desplegaba su talento creativo. “Me encantaba poder transformar un rostro, embellecer o dar vida un personaje. Era como pintar emociones. Tuve la suerte de trabajar con personas de muchas lugares, viajar por el mundo y aprender algo nuevo en cada proyecto. Siempre me daba una mezcla de orgullo y nervios abrir una revista y ver fotos en las que había trabajado o entrar al cine y reconocer mi huella en una película. Fue un trabajo exigente con largas horas y contratiempos, pero me enseñó a insistir, a no rendirme, a tener paciencia y determinación”, confiesa quien maquilló desde Shakira, Chayanne, Ricky Martin, a Nina Hagen, Michael Kitchen, pasando por Emma Watson y Franka Potente.
Años más tarde, Antón Kraus, bávaro, amante de la cocina y el pan casero, también llegó a Buenos Aires por trabajo. Tardaron en encontrarse con Manuela, pero cuando sus caminos se cruzaron nada volvió a ser como antes. Se conocieron en una cena a puertas cerradas que Antón organizaba en su hogar. Eran noches amenas con mucha comida, vinos e interesantes conversaciones culturales de su añorada tierra. Poco a poco, la chispa comenzaba a encenderse, aunque ninguno se animaba a dar el gran paso. Hasta que una de esas noches, antes de despedirla, él la besó. “Tengo que admitir que me temblaron las piernas”, recuerda ella, entre risas. Poco después la invitó a cenar a solas. Para sorprenderla le preparó un plato sencillo, pero con un sabor inigualable: spaghetti con salsa boloñesa. “Resultó ser mi plato preferido. No sé si fue una casualidad o una estrategia, pero funcionó”, agrega. Desde aquel día comenzó a escribirse un nuevo capítulo de amor.

Juntos empezaron a soñar con proyectos. Desde hacía años que Antón tenía una idea o “un antojo”, como dice ella: tener un molino. Añoraba el pan de su tierra con un sabor y textura únicos. En ese entonces era difícil encontrarlo en Buenos Aires. “Las harinas no tenían la calidad y el sabor que a él gustaban. No era una crítica desde lo técnico, sino desde el paladar, desde su experiencia personal. Entonces, se le ocurrió tener su propio molino para moler harina. No para competir con los panaderos, sino para ofrecer una materia prima que él mismo soñaba tener”, detalla.

Así, decidió importar un molino a piedra desde Austria. No tenía experiencia en el rubro, pero si muchas ganas de aprender el oficio. La habilitación tardó años, pero con pruebas, errores y perseverancia lo lograron. “Hicimos muchos tests y prototipos de harinas .Queríamos ofrecer algo realmente bueno. Pero cuando finalmente arrancamos, no nos compraba nadie. Fue un comienzo lento, pero lleno de convicciones”, cuenta.

El nombre Mayal fue otra maravillosa idea de Antón. Buscando uno significativo encontró en internet que un mayal es una antigua herramienta clave del proceso. “Muchos creen que es nuestro apellido, pero es un palo con cintas de cuero que se usaba para separar la espiga del grano. Pocos lo saben, pero él no se cansa de explicarlo”, dice.
Para aprender el oficio viajaron por Austria y Alemania, visitaron molinos históricos donde el saber se transmite generación tras generación. Realizaron cursos, recibieron maestros europeos, escucharon y experimentaron. “Fue un aprendizaje muy autodidacta, lleno de curiosidad y pasión . No veníamos de este mundo, pero nos fuimos formando paso a paso, con muchísimo respeto por el oficio y por quienes lo practican desde hace siglos”, reconoce.

Hoy, trabajan con un método ancestral de molienda lenta a piedra donde el grano se cuida en cada etapa del proceso. Todas sus harinas son orgánicas, sin aditivos ni conservantes. Manuela explica que: “a diferencia de los molinos de martillo o rodillo, que trabajan a alta velocidad, aquí tenemos una a pie. Es lenta y cuidadosa, no se destruye la estructura molecular del grano. Esto preserva el sabor, sus nutrientes y da como resultado una harina viva, que absorbe más agua y ofrece una textura y aroma único. Es una harina con alma”, asegura.

Empezaron con trigo, luego sumaron centeno. Y la última gran incorporación fue la espelta, el grano que aseguran hoy define su identidad. “Fue otro de los sueños de Antón. Él quería sembrarlo, cultivarlo y molerlo. Hoy es nuestra harina preferida, por su sabor, su historia y la nobleza con la que se transforma en masa. Es un cereal milenario, antecesor del trigo moderno y conserva cualidades nutricionales excepcionales. Para nosotros trabajar con espelta no es solo una elección productiva, sino un compromiso con la salud y el bienestar de quienes confían en nuestros productos. Es un orgullo ver cómo un sueño familiar se transforma en alimento para muchas mesas”, asegura. Los granos que muelen provienen de una familia de Bordenave, que cultivan orgánico desde hace más de 45 años. “Construimos un lazo profundo. Conocemos su historia y campo. Confiamos en ellos porque compartimos los mismos valores. Sentimos un orgullo enorme de que nuestra harina empieza en sus manos”, reconoce.

El camino del éxito no fue fácil y tuvieron que afrontar varias pruebas. Aprendieron descargando camiones a mano, enfrentaron inundaciones, deudas y largas noches sin dormir. Pero jamás bajaron los brazos. “Cada obstáculo fue una oportunidad para aprender, crecer y afianzar este proyecto que hicimos con amor y con las manos y con una enorme voluntad de salir adelante”, confiesa Manuela, emocionada.

Con el tiempo y mucho esfuerzo, sus harinas comenzaron a llegar a panaderías y restaurantes de todo el país. Al principio nadie las conocía, fue gracias a que su hija Desiree insistió con abrir una cuenta en Instagram. “Empezamos a contar con palabras simples lo que hacíamos con tanto amor. De a poco empezaron a descubrirnos panaderos referentes y apasionados que no sabíamos quiénes eran. Hablaron de nuestras harinas y así, casi sin darnos cuenta, nuestras bolsas llegaron a cocinas de chefs famosos y también a mesas de muchas familias”, rememora. Luego llegó la Feria Masticar y con ella una ventana enorme los conectó con mucha gente. Con el boca a boca, conquistaron a chefs y panaderos como Donato de Santis, Damián Betular, Narda Lepes, Gonzalo Aramburu, Diego Veras, Julio Báez, Germán Torres, entre otros.


Ben, uno de los hijos, se encarga de la molienda y de la producción. Tiene una conexión especial con las máquinas y el grano. En tanto, Desiree lleva adelante la atención al cliente, el embolsado, las etiquetas y la comunicación en redes sociales. Antón continúa siendo el alma técnica: está con el campo, la siembra, la limpieza de la espelta y el mantenimiento de las máquinas. Le encanta diseñar herramientas nuevas. Y Manuela hace un poco de todo: trámites, empaques, entregas. “Dicen que soy una jefe exigente (risas), pero somos un equipo muy unido”.
Manuela admite que lo más gratificante de su oficio es cuando un cliente les dice: ¡Qué buenas harinas que hacen! “Son palabras simples y sinceras, pero dicen todo. También es gratificante poder cosechar, ver cómo el trabajo de todo un año toma forma en el campo, en el molino y finalmente en la mesa de alguien”, remata. Hay muchas bolsas de harina listas para ser entregadas. En cada una viaja un pedacito de esta historia familiar que luego se transformará en pan, pastas, budines, galletitas y otras delicias hechas con mucho cariño.






