1. Unos meses después de establecerse en Madrid, Irving fundó una costumbre. La practicaría cada domingo, con sol o lluvia, frío o calor, con algún o casi ningún dinero en los bolsillos. Saldría de su minúsculo piso rentado en Chueca, bajaría hasta la plaza de Vázquez de Mella, donde desayunaría con un cruasán y unos churros mojados en café cortado. Luego compraría la edición dominical de EL PAÍS y buscaría la calle de Alcalá para cruzar la Cibeles. Ya con la puerta de Carlos III a la vista, siempre cantaría en voz baja los versos más pegajosos de aquella canción que desde hacía mucho lo perseguía: “Mírala, mírala, mírala, la puerta de Alcalá…” y, dejando a su izquierda el monumento, penetraría en el parque del Buen Retiro.