
Cientos de vidas puestas en pausa. Esa es la sensación intangible que poco a poco se impone al traspasar los muros del centro penitenciario de Zuera, en Zaragoza, una mañana cualquiera de este otoño que muestra ya las garras del frío que aún está por llegar. Allí pagan por los delitos cometidos y buscan, mientras cumplen su condena, una forma de enderezar sus vidas. Pero no es nada fácil, porque las circunstancias que los empujaron a delinquir (las vidas interrumpidas, la falta de esperanza o el consumo de drogas) siguen muy presentes entre rejas. El esfuerzo es notorio, pero el objetivo no es imposible, y muchas veces se articula desde el mismo espacio donde un día comenzó a torcerse: el aula de una clase.






