
El compositor húngaro Bela Bartok solo creó una ópera, ‘El castillo de Barba Azul’ (1918), que se ha programado escasas veces. Como solo dura una hora, esta producción la prologa y engarza con otra obra suya, el ballet-pantomima ‘El mandarín maravilloso’ (1926). El resultado de la conjunción es discutible, especialmente por su puesta en escena. La responsabilidad de la misma recaía de nuevo en Christof Loy, que se ha convertido en asiduo del Real con ya ocho direcciones artísticas en su haber. Su lectura conceptual une el ballet y la ópera por lo que define ‘la (im)posibilidad de amar’ planteando una extremada y gratuita violencia en el ballet y una oscura quietud en la ópera, unidas por la presencia del mismo narrador en ambas y el primer movimiento de su obra Música para cuerda, percusión y celesta (1937). Junto a él de nuevo Gustavo Gimeno, director musical del Teatro Real desde el inicio de esta temporada, después de haberlo hecho recientemente en ‘Eugenio Oneguin’. ‘El mandarín maravilloso’, basado en el relato grotesco del dramaturgo y guionista cinematográfico Menyhért Lengyel –conocido sobre todo por sus colaboraciones con Ernst Lubitsch– tiene un argumento retorcido: en los bajos fondos de una gran ciudad, tres malhechores fuerzan a una joven a prostituirse para poder robar a sus clientes. El primero al que atacan es un viejo y repugnante libertino; el segundo, un joven tímido y pobre; y el tercero, un misterioso y excéntrico mandarín, poseído por el deseo, pero con un magnetismo desconcertante para los tres maleantes, que intentan matarlo cruelmente, asfixiándolo, apuñalándolo y ahogándolo, siempre sin éxito. Una misteriosa fuerza –¿amor, pasión, erotismo, deseo?– mantiene vivo al mandarín hasta poseer a la joven, muriendo después en sus brazos. El estreno del ballet en Colonia, en 1926, causó un estrepitoso escándalo y la obra…
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