Cecilia Laiño tenía dos años cuando le diagnosticaron púrpura, un trastorno en el que el sistema inmune destruye las plaquetas y que se caracteriza por la formación de manchas violáceas provocadas por la fuga de sangre de los pequeños vasos sanguíneos debajo de la piel.
Dos años tenía su tío también cuando dejó este mundo, muchos años antes de que ella naciera. Cecilia, a diferencia de su tío, vivió, pero el fantasma de las marcas púrpuras y las heridas abiertas de un pasado familiar doloroso, se encarnaron en ella, dejando huellas en su andar pero, sobre todo, exponiendo sus vulnerabilidades.
La infancia transcurrió en un universo soñador, pero temeroso. Cecilia creció entre El Palomar -donde fue al jardín, primaria y secundaria- y Haedo. Haedo fue el lugar donde nació, se crió y que eligió para vivir su vida adulta. Sus padres, María Luisa y Guillermo, se dedicaron a la docencia hasta su jubilación. Hija menor de cuatro hermanos, siempre fue y será `la más chiquita´.
Si bien se recuerda temerosa e insegura, en Cecilia siempre habitó una artista soñadora, le gustaba jugar a la maestra e imaginarse cantante o actriz. Los veranos en Villa Gesell eran un portal para aventuras bien alimentadas por su imaginación y por ello, tal vez, aquella porción de la costa argentina se transformó en uno de sus lugares favoritos en el mundo: “Me acuerdo de que íbamos los seis en un auto y yo me desplegaba en el asiento de atrás, arriba de mis tres hermanos; dos mujeres, Eugenia y Victoria, y un varón, Francisco, y ellos se fastidiaban. Muy de hija menor”, rememora entre risas.
“Si bien de la púrpura mucho no recuerdo, sí puedo asegurar que me ha determinado como persona. Crecí con cierto temor a probar cosas nuevas o diferentes, el miedo era un factor que me detenía para intentar algo distinto. Y pienso esto porque siempre me cuidaron como `en una caja de cristal´, mis padres se preocupaban de que no me aparezcan manchas, o me manifestaban que debía tener cuidado con golpearme; nada de esto fue intencional, solo querían cuidarme”, asegura Cecilia.
“Mi madre me ha contado que tuvieron que consultar con médicos y descartar si era leucemia (algo que suele suceder debido a los síntomas de la enfermedad)”, continúa. “Creo que la púrpura fue algo que implícitamente rondaba sobre mí, aunque ya estaba curada”.
Con el paso de los años, Cecilia forjó grandes amistades pero, en paralelo, en ella se instalaron una suma de miedos incontrolables. Con la llegada de la adultez comenzó a considerar una posibilidad: el trauma de la primera infancia había dejado secuelas, impactaron y se hicieron carne. “En mi caso creo que era el miedo a vivir. En mi cabeza todo era `no voy a poder´ o `no sirvo para esto´. Aunque esto lo puedo ver hoy mejor, con treinta y cuatro años”.
En la familia, la muerte de aquel niño de dos años -el tío de Cecilia- dejó huellas marcadas. Era el hijo de su abuela materna, el más pequeño de tres. Tuvo una meningitis y en cuestión de horas partió. A pesar del dolor, la entereza de su abuela, Irene, fue sorprendente, un ejemplo de vida al que Cecilia recurre en sus días oscuros: “Me produce demasiada emoción porque, a pesar de la pérdida, siguió viviendo. No se dejó vencer. Luego de la pérdida, tuvo a dos más: a mi tía y a mi mamá. Es decir, apostó por vivir”, cuenta conmovida.
Pero con aquel antecedente un temor heredado pareció instalarse en la familia, tal vez, cree Cecilia, una herencia del linaje femenino. Con razón suficiente, en su abuela el miedo se transformó en esa emoción profunda que, a veces de manera sutil, otras con fuerza, afectó a la madre de Cecilia, quien de adulta, reencarnó el temor nuclear a través de su propia hija.
“Me he puesto varias veces en los zapatos de mi mamá, que creció con esa tristeza de un hermano mayor que siempre será niño y que tampoco nunca pudo conocer. Pienso en ella y me pongo en su lugar, me imagino que ahora tengo una hija de dos años y se enferma: ¿puede la muerte volver a marcar a una familia? Parece que la historia se repite, pero en este caso no. Porque yo viví y superé la púrpura”.
Cecilia no había muerto, pero la angustia comenzó a crecer dentro de ella. `Maldita angustia´, suele decir, aunque en el fondo, tal vez, se trataba de la alarma que sonaba para atender su llamado. Comenzó a hacer terapia, pero por ese camino no encontraba la llave, no hallaba la paz. Entonces abrió un blog y comenzó a escribir, pidiéndole ayuda a las letras sin darse cuenta.
Más tarde tomó talleres y cierto día sintió que tenía algo para contar, no su historia o la de su tío de manera lineal, sino una ficción sobre las bajezas humanas y los dolores del alma.
“Me aventuré a pensar que quizás a alguien podía interesarle mi palabra y de una idea vaga, un borrador de una situación de dos personas en una playa, la novela emergió. Al mismo tiempo también tuve que cambiar de terapeuta y de tratamiento; todo se encaminó”, sonríe Cecilia, quien en 2025 publicó su primera obra, El mar siempre será lila (Editorial Bärenhaus), una novela profunda, introspectiva, donde la autora construye una heroína que incomoda, a través de un intercambio constante de recuerdos y un presente sin rumbo, pero donde lo que no se abandona es la búsqueda del sentido.
“A través de la escritura cerré un ciclo. Pero lo puedo ver hoy, con el llamado `diario del lunes´. Lo empecé a escribir empezando la década de los treinta y quizás busqué resignificar dolores y temores. Muchas emociones que vive la protagonista, Luz, son propiamente mías; puedo leerlas y reconocerlas en la Cecilia de los diecisiete, dieciocho… veinte. Por ejemplo, miedos infundados de niña, pensamientos mágicos que me paralizaban, inseguridad mía por buscar la aprobación del otro, buscar las respuestas de la felicidad en otra persona, la necesidad de apego. Puedo decir que hoy cuando rondan estos fantasmas me posiciono frente a ellos desde otra perspectiva, con otro tipo de maduración, creo que a eso se le llama crecer”.
“Las letras me encontraron y me salvaron. Ese `no sirvo para esto´ de la infancia lo guardé en un cajón y lo deseché en el mar, junto con la púrpura y todo lo pasado”.
Hoy, Cecilia siente que la literatura tuvo la capacidad de abrirle los ojos, de ver cuestiones dentro suyo que quizás no tenía tan reconocidas. Hace poco una señora mayor le agradeció por la novela, le dijo que gracias a ella pudo entender un poco más a la generación de su nieta. A Cecilia le pareció fascinante, comprendió hasta qué punto el lector le da vida a una historia escrita por otro y la llena de su mundo: “¿Decime si no es sanador?”, observa.
Tal vez, el ser humano es capaz de morir y renacer en una misma vida varias veces. Atravesar metamorfosis, transformarnos, reinventarnos. Tal vez, el secreto para diluir la angustia se encuentre en considerar a los ciclos del pasado como vidas anteriores. A esos ciclos los aceptamos y honramos, pero no definen quienes somos hoy.
Y así, las circunstancias se transforman en anécdota, a diferencia de sus enseñanzas, que permanecen. Para Cecilia, uno de los aprendizajes más fuertes llegó de la mano de la púrpura: ella superó la enfermedad y vivió.
“Por eso decidí que voy a honrar la vida y sanar todo aquello que mi abuela y mi mamá han sufrido”, dice. “Y para eso está la palabra escrita… bueno, también el amor, la familia y las amistades”, manifiesta Cecilia, quien en la actualidad es docente de literatura y cada día se para frente a decenas de adolescentes.
“Las letras han resignificado mi vida; afirmo indudablemente que le han dado un sentido y un propósito. Algo de todo este linaje materno se purgó en esta novela. Y me dejó el aprendizaje de `poder´, `yo puedo´; lo que no implica que los caminos sean bellos y adorables; pero sí con una confianza que tuve que encontrar dentro de mí y fortalecer”, concluye.