
Allí, entre el frío nórdico y la luz serena del invierno, ocurrió un reencuentro que nos estremeció a millones: el abrazo entre María Corina Machado y quienes llevamos años acompañando su lucha, aun desde la distancia forzada del exilio. María Corina llegó a Oslo desafiando a la tiranía que la persigue. Salió del territorio venezolano con la certeza de que, tarde o temprano, deberá regresar a él: no para rendirse, sino para continuar su batalla desde las sombras, desde el clandestinaje, desde donde siempre ha renacido la libertad venezolana. Su sola presencia, aun fuera de nuestras fronteras, evidenció que ningún límite puede contener la fuerza de una convicción que se ha vuelto pueblo. Pero si hubo un instante que partió en dos nuestra historia reciente, fue cuando Ana Corina Sosa Machado tomó el podio para hablar en nombre de su madre. Con una serenidad que conmovió, con un aplomo impropio de su edad, Ana Corina deslumbró a millones que la escucharon en vivo alrededor del mundo. No improvisó: parió una certeza. Cada palabra suya parecía brotar de esa entraña moral que comparten quienes han sido testigos del sacrificio silencioso, del hostigamiento diario, de los golpes que recibe quien se atreve a desafiar al poder ilegítimo. Recordó que su madre no puede circular libremente, que ha sido cercada, amenazada, perseguida, pero nunca quebrada. Y en esa voz joven, clara como un amanecer en los Andes patrios, se oyó el eco de una Venezuela que se resiste a morir. Si Ana Corina estremeció los corazones, Jørgen Watne Frydnes, vocero del Comité Nobel, sacudió las estructuras políticas de Europa. Su discurso no fue un trámite protocolar, tal como lo analizó el agudo analista Pedro Mario Burelli: fue un aldabonazo histórico, una interpelación ética sin precedentes. Con una claridad doctrinaria que pocas veces se…
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