En la esquina de la avenida Cabildo y La Pampa, en el barrio porteño de Belgrano, se erige, todavía, una cúpula particular. Resalta, sobre todo, por ser una réplica en miniatura de la torre Chrysler, de Nueva York, el rascacielos de estilo art déco situado en la isla Manhattan, de donde el caso argentino tomó su nombre: el Manhattan Club Grand Café.
Aunque hoy está cerrado al público, por lo que no se sabe qué va a pasar con el lugar y, por consiguiente, con esa cúpula, lo cierto es que se trató de una confitería que identificó a la zona desde la década del 90. Fueron, en concreto, 30 años de vida, una montaña rusa que la llevó de la popularidad y el encanto a la creciente decadencia y cierre.
Actualmente, se leen cientos de comentarios en la web sobre su estética: “En el centro de Belgrano, una peculiar confitería que asemeja uno de los edificios ícono de Manhattan, Nueva York”; “Parece que se quedó en los años ’90”; “Manhattan es un clásico para hacer un alto en el trabajo o las compras; muy bien ubicado en un esquina estratégica de Belgrano”; “Histórico lugar de encuentros en Belgrano, pero día a día se nota la falta de mantenimiento, inversión”; “Un estilo arquitectónico que ya figura en los manuales de las esquinas porteñas: el bar menemista”.
El café Manhattan se ubicó en una intersección que ya era estratégica para la gastronomía: desde los 70 y hasta el 93, aproximadamente, en el lugar se encontraba la confitería Salamanca. De hecho, el barrio entero vivió un crecimiento exponencial de las confiterías, los restaurantes y cafés durante todo el siglo XX, según cuentan Enrique Mario Mayochi y Jorge Raúl Busse en el artículo “Barrio de Belgrano: de la pulpería al café”, publicado en 1999 en Historias de la Ciudad. Una Revista de Buenos Aires.
En el texto mencionan, entre otras características, la proliferación de este tipo de locales desde muy temprano. Cuentan que, a principios del siglo XX, los pescadores, obreros de fábricas, trabajadores del turf, jockeys y más llegaban a Belgrano para apostar en las carreras del Hipódromo Argentino, que se ubicaba entre las calles Libertador, Monroe, Udaondo y las vías del F.C. Belgrano, y del Hipódromo Nacional, en las inmediaciones de donde ahora se ubica el estadio del club River Plate. Los autores sostienen que esto “explica la multiplicación de fondas, cafés y bares —genéricamente cafés— en el Bajo, donde hoy todavía pueden verse algunos rastros de lo que fue”.
El café Manhattan abrió al público en diciembre de 1995 de la mano de una sociedad de gastronómicos. El diseño estuvo a cargo del estudio de arquitectura Kicherer & Bardach. Este último, Leando Bardach, fue quien proyectó el edificio, su concepto y su nombre. Hoy lo recuerda con orgullo, sabe que creó un espacio que fue una referencia de Belgrano, una idea que la gente va a recordar. Y sabe que eso es parte del éxito.
“La cúpula en sí misma es algo que me imaginé cuando todavía estaba ahí la anterior confitería, Salamanca, que ya estaba cerrada y la iban a demoler. Cuando me contactan los inversores para hacer esto, yo vi esa esquina como un punto muy especial de Belgrano, porque ahí hace como un quiebre [la calle], cambia suavemente unos grados de dirección. En esa época Cabildo ya tenía una polución visual importante de carteles. Entonces había que hacer un gesto que realmente resaltara. Y yo pensé que, al ser una esquina, la mismísima esquina tenía que tener una voluntad vertical, algo vertical que fuera más allá del techo”, relata Bardach.
La construcción empezó en el 93, plena época menemista. En la Argentina empezaron a llegar inversiones, se generó un vínculo fuerte con Estados Unidos y, en un aspecto más social, aparecieron cada vez más espacios de ocio y tiempo libre: clubes, restaurantes, cafeterías, bares, discotecas.
Fue casi lógico que se generara una asociación directa entre el edificio y el menemismo. Bardach entiende que esto sucede porque el café se inauguró en 1995, justo con la reelección de Carlos Menem, después de que se aprobara la reforma constitucional del 94. Además, la inversión que se destinó, cuenta el arquitecto, fue “bastante más grande de lo que se hacía en esa época”. En un posteo de Instagram escribió: “Todo el grand café honra no solo al New York de los 30 y 40, sino que expresa el signo social y político que Buenos Aires vivía en los dolarizados años 90″.
Para el diseño del interior, Bardach rememora “el cuidado” que puso en la selección de cada detalle, de cada material: piezas de acero inoxidable, mármol, madera. El revestimiento de las paredes con tela de pana. Poco dorado, dice, pero bastante vidrio. Una cascada, mucha luz, una escalera “escénica, que se derramaba, más chica arriba, más ancha abajo”. “Por eso el Manhattan Club es un ícono de los años 90″, afirma.
La elección de ese domo al estilo Chrysler tuvo que ver con la perspectiva, el ojo arquitectónico que le decía a Bardach que buscara la “verticalidad”, pero también con una preferencia completamente personal: estudiaba sobre los transatlánticos y el Art Déco, un estilo que surgió en Francia a principios del XX y que se consolidó en la arquitectura entre 1920 y 1940. “Si tenés que elegir un edificio icónico del Art Déco para Nueva York, sin dudas es el Chrysler. Aunque también esté el famoso Empire State, el Chrysler tiene una cúpula mucho más desarrollada, más surrealista, más potente. Es algo que ha impregnado muchísimo como asociación con Nueva York”.
Eligió el nombre, el de esa ciudad estadounidense, con la idea de que se asociara a la cafetería con el estilo artístico y arquitectónico. Le agregó el “club” porque tuvo la idea —que hoy se usa, pero en aquellos años no era tan común— de que los clientes habituales tuvieran un carnet, sumaran puntos, accedieran a descuentos. Lo acompañó del término “grand”: “Así, con la ‘d’ final. No ‘gran’. ‘Grand’. Ese concepto del ‘grand café’ en Buenos Aires todavía no existía. ¿Y qué es? Una especie de lugar a donde vas a tomar café, pero también vas a comer o a la noche a tomar algo“, detalla. El diseño abarcaba más que al edificio mismo, y cada detalle era como los átomos que conforman un todo. En este caso, el del Manhattan Club Grand Cafe.
A pesar de que se convirtió en un lugar icónico del barrio, y de que se mantuvo abierto durante 30 años, ya desde su apertura tuvo fecha de caducidad, un destino signado. Sobre todo porque, contó el arquitecto, sus dueños eran una sociedad de gastronómicos compuesta por casi 30 socios. Estos accedían a una parte comprando puntos, entonces era relativamente fácil conseguirlos, y hasta los proveedores podían hacerlo.
Con los años se fue deteriorando. El final se acrecentó con la cuarentena de 2020, cuando “se fue todo al diablo”: Manhattan pasó a manos de una cooperativa de empleados que no logró mantenerla a flote. “El público, sobre todo el que lo agarró en la primera época, disfrutó de un lugar excepcional. Después, de un lugar común, que mantenía más o menos su espacialidad y su glamour, pero lo fue perdiendo todo, cada vez más”, opina.
A partir del cierre de la confitería, surge ahora la duda de qué va a pasar con esa cúpula tan distintiva. Bardach no lo sabe. Sí asegura que se podría salvar, es decir, se podría desarmar con una grúa y rearmarla en otro lado. Está hecha con puntos de soldadura, por un taller de acero inoxidable, y se trasladó hasta esa esquina en camiones y por secciones. Se ensambló en el lugar, “una especie de torta que va de mayor a menor, hasta terminar en ese pináculo que tiene el pararrayos”.