La sal y el viento que gobiernan a su antojo la bahía de Cádiz son capaces de hacer que un trozo de acero al desnudo pierda un milímetro cada dos años, hasta quedar inservible al cabo de una década. El entorno, por muy idílico que parezca, está catalogado como nivel CX, el más extremo en la categoría internacional de exposición a la corrosión que manejan los ingenieros. Es un factor de peso para que un cerebro digital, alimentado con miles de datos de 525 sensores, monitorice las 24 horas del día el puente Constitución de 1812 desde que se inauguró hace ahora una década. Los miles de coches y camiones que cruzan cada día la infraestructura más larga de España, junto a los barcos y plataformas petrolíferas que surcan el mar bajo el que también es el tercer viaducto más alto del mundo, tampoco son razones baladíes para bajar la guardia.