La vejez puede tener un encanto sutil si se la registra en sus (pocas) ventajas en lugar de aceptar las narrativas chatas impuestas por la visión de terceros.
La mayoría de las cosas que me dijeron que me iban a pasar con el embarazo no me pasaron; me queda poco menos de dos meses, así que alguna me tocará, pero dudo que llegue a ponerme al día. No soy especial, solamente contrera. También, a pesar de que no me considero (ni cerca) desprovista de narcisismo, me seducen mucho más las experiencias que me resultan ajenas que las que se parecen a las mías. Debe ser por eso que desde que estoy embarazada me interesa mucho más la vida de la gente sin hijos, o la menopausia, que cualquier cosa que alguien pueda o quiera contarme sobre el embarazo.
La gente pregunta cómo me siento, que qué onda la panza, que los antojos, que no sé qué otra cosa; contesto con cortesía y desinterés. Trato de poner un poco más de onda cuando alguien quiere hablarme de su embarazo pasado o presente porque ya me di cuenta de que los consejos de maternidad de la gente no son un servicio: el verdadero servicio es escucharle a la otra su experiencia, prestarle la oreja a la que se muere de ganas de contarte algo, el formato consejo es lo menos importante. Pero en cambio, por la razón que sea: quiero saber todo y pensar todo sobre la menopausia, o sobre la decisión de no tener hijos, la vida que, más por azar y capricho que por alguna convicción firme, elegí perderme. Tengo ganas de escribir bastante sobre lo segundo cuando nazca la criatura; mientras tanto, empiezo por lo primero.
Tuve una mudanza y un gato enfermo y finalmente logré empezar el Diario de menopausia de Laura Wittner. Es hermoso: no tiene grandes pretensiones literarias, y sin embargo es pura literatura, porque no está escrito como la autoficción canchera de nuestra época, mezcla de Twitter y slam de poesía, hecha para el remate que hace reír. Diario de menopausia está escrito con la confianza en el lector de la verdadera poesía, la que se anima al malentendido, a lo que se construye con tiempo y de a poco, a lo que tendrá sentido más adelante o tal vez nunca. Ataca el tema de frente, pero también de costado. Habla de los estrógenos y las canas, del reemplazo hormonal y de las lagunas mentales (me la crucé a Laura y creo que me dijo esto, si no lo soñé o me lo inventé: que le habían dicho que esto pasaba con el embarazo, pero en realidad a ella le pasó con la menopausia). Pero también habla de la relación con la comida, con el tiempo, con su madre o sobre todo con la idea de su madre.
Busca la estructura de los días, basada en una idea robada a Patti Smith: en la mayoría de los capítulos aparece una suerte de estrofa que resume, en pocos versos, la estructura de un día cualquiera. En esas estrofas aparece de todo: dolores, kilómetros recorridos, calles, encuentros y desencuentros, lecturas, cambios de ropa. También hay cosas que no aparecen: ni trabajar sin parar, ni correr sin parar, ni detrás de una fecha ni detrás de un tipo, ni detrás de un bebé, ni detrás de nada. La menopausia como el principio de algo que se detiene de a poco, no como una fractura sino como un auto sin nafta.
Wittner habla de las (pocas) ventajas de envejecer, pero no hay reivindicaciones en su relato: eso me gusta también. No hay esa necesidad contemporánea de la valoración o del rescate, de llamar bueno a lo que históricamente se llamó malo. Justamente hay más bien un aprovechar la literatura para escaparse de los valores: no es bueno ni malo, es lo que es, y lo que es en general encuentra una manera de ser más o menos atractivo, esa es la magia de saber mirar las cosas más allá de las calificaciones.
Lo que hay, entonces, es una defensa, hecha con tiempo y gracia, de que la vejez no será necesariamente buena pero sí puede ser interesante, puede tener encanto, puede ser algo sutil para registrar en una misma en lugar de aceptar las narrativas chatas impuestas por la visión de los terceros. Pienso en Las correcciones de Jonathan Franzen, novela que leí hace ya unos meses y que comenté en esta columna, porque me gustó la descripción que hacía de la vejez de los padres del protagonista: el modo en que la casa se les iba volviendo una sucesión de trampas mortales, cada día una carrera de obstáculos. Es buena la imagen, pero hay algo que, leyendo este libro de Wittner, se me aparece en contraste como una versión en tercera persona de la experiencia de envejecer, algo muy evidentemente contado desde afuera.
Wittner se atreve a contar su menopausia como algo que pasa mientras otras cosas siguen pasando, al tiempo que reconoce que ya no pasan tantas cosas al mismo tiempo como en otras épocas de la vida. Encuentra verdades como las encuentra siempre la literatura: la encuentra de casualidad entre la belleza, no porque venga ya con esas verdades sabidas, a compartirlas con una audiencia desprovista.
TT/MF
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