Eran vacaciones de invierno y habíamos manejado hasta las sierras cordobesas para una semana en el hotel Yacanto. Todavía quedan dando vueltas por ahí unas fotos de rollo con marco blanco y el año en uno de los bordes. Mis padres abrigados con un fondo de árboles pelados y las sierras detrás, una foto mía con un sweater a rayas marrón y blanco (asumo tejido por alguna de mis abuelas) que va muy bien con el pantalón de corderoy con pitucones (también marrón) con el que mi madre había decidido vestirme ese día. Todos con esas camperas de los 70 que abrigaban tan poco y siempre los cielos celestísimos con el recorte de las sierras.
Yo tendría unos cuatro años y me había hecho unas amigas de ocasión. Solíamos jugar en el lecho de un río sin agua. Eran del lugar y creo que me asustaban contándome cómo podía llegar la corriente de un momento a otro y arrastrarnos. Lo decían mientras improvisábamos un pícnic de galletitas y gaseosa con una servilleta a modo de mantel, bajo la mirada vigilante de algún adulto.
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El río no nos arrastró. Yo, sin embargo, caí en una acequia con agua que corría rápido. Nadadora desde siempre, casi como el niño en la tapa del disco de Nirvana, no tengo recuerdos de haberme preocupado. La leyenda familiar dice que mi padre sí y que corrió varios metros para pescarme, agarrándome del sweater marrón a rayas como a una mojarrita. Yo apenas recuerdo el susto de pensar que podía ligarme un reto por estar empapada en pleno invierno. Mis padres estaban tan aliviados que por supuesto no hubo reto alguno.
Ese verano de 1917, de regreso de Sudáfrica, Frances Griffiths, de 9 años, pasó una temporada junto a su madre en casa de unos familiares en Cottingley, al oeste de Yorkshire en Inglaterra. Allí, en lo de los Wright se entretenía con su prima Elsie, que aunque era mayor que ella (tenía 16 años) fue su compañera de juegos y travesuras. La mayor parte del día la pasaban en el pequeño arroyo que estaba al final de jardín, provocando el fastidio de sus madres, que las veían regresar con sus vestidos empapados y los pies enlodados. Simplemente venimos de ver a las hadas que habitan en el fondo del jardín, fue la explicación para evitar el reto. Y para probarlo, Elsie le pidió a su padre Arthur, un fotógrafo amateur, su cámara. Le llevarían a los adultos de la casa y al mundo evidencia de que las hadas existían y que estaban allí, en ese arroyo que corría al fondo del jardín. Lo que sigue es uno de los más grandes engaños del siglo XX.
Con cuidado, las niñas diseñaron unas figuras etéreas de hadas hechas en papel y acomodaron los recortes entre los helechos y las plantas del jardín. Con la complicidad de la aparatosa cámara Midg del padre de Elsie, lograron imágenes de las hadas y hasta incluso hay una de Elsie sosteniendo a una de ellas entre sus manos. Pero sobre todo lograron que el mundo adulto creyera en hadas. No eran más que siluetas recortadas, pero bastó la niebla de Yorkshire y la credulidad de los grandes para que aquellas imágenes flotaran entre lo imposible y lo verdadero.
Si bien Arthur Wright estaba convencido de que su hija Elsie, que tenía algunos conocimientos de fotografía y cierto talento artístico, había manipulado su cámara fotográfica de alguna forma, fue su esposa quien llevó las impresiones a la Sociedad Teosófica de Bradford, justamente a una conferencia sobre hadas. Al final de la charla, Polly Wright levantó las imágenes y las mostró al público. Las fotografías de las hadas llamaron la atención del presidente de la entidad, que hasta llegó a dar una serie de conferencias al respecto en Londres. Desde allí, la noticia llegó a las manos más inesperadas: Arthur Conan Doyle.
Sir Arthur Conan Doyle, el mismo que había inventado a Sherlock Holmes para desenmascarar misterios, se rindió ante ellas. Visitó Cottingley junto a Garner y entrevistó a Elsie y a sus padres, y si bien hizo que varios expertos revisaran las fotografías y tratasen de develar el engaño, nadie pudo hacerlo. Finalmente, en diciembre de 1920 publicó en la revista Strand un texto definitivo acerca de su existencia: “Hadas fotografiadas, Un acontecimiento trascendental… Descrito por A. Conan Doyle”, fue el título del artículo que llevaba su firma.
El detective racional se disolvió en el corazón crédulo del escritor, que vio en las hadas de Cottingley la prueba de un universo más tierno y oculto. Doyle tenía una creciente fascinación por el espiritismo, probablemente debido a las muertes de su hijo y de su hermano en la Primera Guerra; quizá lo que defendía no era la existencia de las criaturas aladas, sino la posibilidad de creer en un resquicio a otro plano.
Las niñas mantuvieron su versión de los hechos y fue recién en 1983, ya adultas, que confesaron que las imágenes eran falsas, pero sostuvieron, sin embargo, su relato de que sí las habían visto.
De aquel invierno en Córdoba solo quedan esas fotos sueltas, la anécdota de mi caída al arroyo y los juegos en unas rocas que, me recuerda mi madre, llamábamos “el gusanito” por la forma que tenían. Tengo que confesarlo: no había hadas en Yacanto.