
Vieja Loca (Argentina/España, 2025). Guion y dirección: Martín Mauregui. Elenco: Carmen Maura, Daniel Hendler, Agustina Liendo, Ema Cetrángolo, Camila Peralta, Ezequiel Díaz. Calificación: Apta para mayores de 16 años. Distribuidora: Mèlies Distribution Company. Duración: 94 minutos. Nuestra opinión: muy buena.
En los años 60, cuando el viejo Hollywood asistía su propio crepúsculo, Joan Crawford tuvo un inesperado renacimiento. Aquella diva de los melodramas de los años 40, de películas como El suplicio de una madre (1945) o De amor también se muere (1946), conquistaba un nuevo público bajo la máscara de una asesina en Camisa de fuerza (1964), un éxito inesperado del todoterreno William Castle.
Castle había sido un innovador para el cine de los 50, artífice de los gadgets del terror (butacas que saltaban, muñecos que colgaban en las salas) para retener al público ante la competencia de la televisión, convertido en un director de géneros como el terror y la ciencia ficción que hacía rendir sus inversiones. Y Crawford fue la mejor de ellas: después del suceso de ¿Qué pasó con Baby Jane? (Robert Aldrich, 1962), junto a su archienemiga Bette Davis, se convirtió en la implacable asesina del hacha, mucho antes de la explosión del slasher.
Después de sus años con Almodóvar y Álex de la Iglesia, Carmen Maura ha conseguido reinventarse como Crawford. O incluso mejor que ella, porque Vieja Loca, coproducción argentino-española escrita y dirigida por Martín Mauregui (uno de los directores de la fundante El amor, primera parte, allá por los albores del Nuevo Cine Argentino), no es un mero ejercicio de terror clase B, como los trabajos de Castle, sino que es una película que explora con solvencia la locura nacida del abuso y su silenciamiento, una mancha voraz que se extiende por el relato, tragándolo todo, dejándonos sin respirar. Aún con sus aires góticos previsibles y codificados, ese entramado que conjuga los recursos clásicos de la casa encantada, con truenos y centellas, atizadores y cadenas, la pinotea putrefacta y los acordes que puntean cada sobresalto, consigue instalar un malestar profundo, que arrebata toda racionalidad posible, todo entendimiento reparador, toda salida del abismo interior.
“Luna de miel” de Virus suena de fondo mientras Laura (Agustina Liendo) se dirige al sur del país para visitar al padre de su pequeña hija Elena (Emma Cetrángolo). El sonido del teléfono interrumpe el estribillo. Es Alicia (Maura), su madre, quien insiste una y otra vez en pedir la receta del “alfajor santiagueño” -no el rogel-, con su acento ligeramente español, con sus admoniciones sobre el cigarrillo y las malas elecciones amorosas. Ese ligero desvarío empuja a Laura a llamar a la enfermera que la cuida, pero es Alicia la quien atiende nuevamente, en su espiral de recetas y recuerdos cíclicos. “Sos un agujero negro, mamá”, le recuerda Laura y decide llamar a Pepo (Daniel Hendler), su exnovio, para que acuda a cuidar a Alicia y garantizar que tome su medicación hasta que ella regrese. Hasta allí, apenas el prólogo.

Será esa llegada de Pepo a la mansión decadente de Alicia, con su pinotea humedecida, sus viejos discos y libros amontonados, todo dispuesto para una venta inminente que depositará a Alicia en algún geriátrico o internado, el disparador de una batalla entre mundos, el de la realidad de Pepo y Laura, y el de los sueños de horror de Alicia. Desde allí llega el fantasma de César, un “hombre malo”, pero también un déspota sensual y abusivo, quien despierta en Alicia las fuerzas ocultas de una postergada venganza. Mauregui inscribe en la vejez, la locura y el regreso de lo silenciado, todo aquello que resulta ajeno e inexplicable, y al mismo tiempo tan frágil y humano. Como recita Alicia bajo la piel de Antígona, “¿qué mezquindades tendré que hacer para arrancar con los dientes mi pedacito de felicidad?”.






