En la primavera de 1994, mientras las bandas de asesinos hutus que se llamaban Interahamwe (“los que matan juntos”) perpetraban el genocidio de Ruanda (800.000 tutsis y hutus moderados fueron asesinados en tres meses), la Casa Blanca decidió mirar hacia otro lado. “Estados Unidos no hizo prácticamente nada para tratar de pararlo”, escribió Samantha Power sobre el país africano en su libro “A Problem from Hell”. America in the Age of Genocide (Un problema del infierno. América en la era del genocidio). Publicado en 2002, el impacto de este ensayo de la diplomática estadounidense fue enorme porque puso a Estados Unidos —y al mundo— ante el espejo de su parálisis mientras en Camboya, Irak, Ruanda, Bosnia y Kosovo cientos de miles de personas eran asesinadas por su pertenencia a un credo, un grupo nacional o una etnia. El viento de la realpolitik se había llevado por delante el nunca más que parecía haberse asentado en la conciencia internacional tras la Segunda Guerra Mundial y los juicios de Núremberg y Tokio contra los criminales de guerra de Alemania y Japón.