Un caballo blanco galopa con serena gallardía por un paisaje de matorrales calcinados. Un puñado de cuatro casquillos de fusil y otro más pequeño de pistola dan testimonio de los cuatro disparos que hirieron de muerte a uno de los ejecutados el 27 de septiembre de 1975, y del tiro de gracia que lo remató. En las películas los disparos suelen tener una irrealidad abstracta, como de descargas eléctricas sin huella. Quien ha manejado alguna vez un fusil es consciente de su tamaño y su peso como de herramienta primitiva, y ha tocado el peso y la forma afilada de las balas, y puede imaginar su efecto sobre una materia tan frágil como la carne y los huesos humanos. Al recibir la descarga unánime de los disparos, la cabeza de Ángel Otaegui, otro de los ejecutados, voló como una pelota a una distancia de dos metros.