24 de marzo de 1944. Es medianoche en Zagan, Polonia. 76 aviadores aliados de distintas nacionalidades, prisioneros de guerra de la Alemania nazi, escapan de un penal de máxima seguridad a través de un túnel al que han bautizado cariñosamente “Harry”. El salvoconducto, excavado por ellos mismos, comienza a diez metros de profundidad y se extiende por ciento diez metros. Hasta la libertad.
La intrépida acción ocurre en el campo de prisioneros Stalag Luft III controlado por la Luftwaffe, la Fuerza Aérea Alemana. Tomará por sorpresa a Adolf Hitler en su cuartel de Berlín, a 160 kilómetros del lugar de los hechos. Furioso por lo que sucede frente a sus narices, el Führer ordena la captura de los evadidos y su inmediato fusilamiento. La fuga, única en su tipo, que aun hoy es recordada como El Gran Escape, más tarde fue recreada por Hollywood en un taquillero film estrenado en 1963 del que participaron estrellas de la talla de Steve MacQueen, Charles Bronson, Donald Pleasance, James Garner, Richard Attenborough, Gordon Jackson y James Coburn.
El campo donde se originó la fuga, llamado Stalag Luft III, había sido creado en 1943. Tenía una particularidad: albergaba aviadores de la RAF (la Royal Air Force británica) derribados sobre Europa. Muchos de ellos ya se habían fugado de otras prisiones, por lo que tenían fama de ser “expertos en el arte del escape”.
Los alemanes rodearon el perímetro de la prisión con todo tipo de obstáculos. Desplegaron alambradas de púas, colocaron torres de vigilancia con ametralladoras pesadas, establecieron sistema de patrullado con perros sobre el perímetro y enterraron micrófonos para detectar sonidos sospechosos que pudieran alertarlos sobre una excavación…
Además, estaban los “hurones”, un selecto grupo de guardias altamente entrenados que irrumpían por sorpresa en las barracas para desarticular cualquier intento de escape. Revisaban las instalaciones, desarmaban pisos de madera, sacaban baldosas y, si era necesario, desmontaban los sanitarios de los baños y rompían los azulejos en las paredes. Para ellos un minúsculo orificio, por más insignificante que fuese, podía ser la entrada encubierta a un túnel en construcción.
Encerrar juntos a estos prisioneros “especiales” pareció una magnífica idea para los nazis. Sin embargo, reunidos en una misma barraca y con tiempo de ocio absoluto, los prisioneros se convencieron de que no existía en el mundo un lugar inexpugnable. Y pronto descubrieron que una fuga de Stalag Luft III era posible. Entonces, una vez más, decidieron poner a prueba a los alemanes.
En 1943, año de la creación del campo de prisioneros de la aviación alemana, ocurrió la primera evasión. Tres prisioneros escaparon: eran los pilotos Lorne Welch, Walter Morrison y John Gifford Stower, piloto argentino voluntario en la RAF, nacido en el Ingenio La Esperanza, en San Salvador de Jujuy.
Stower, que había vivido la mayor parte de su vida en la selva del norte argentino, completó el colegio como pupilo en Brighton, Reino Unido. Era un hábil cazador, sabía dos idiomas y su carácter, lo más importante en momentos de peligro, era de una naturaleza extraordinaria.
Los tres escaparon juntos, pero tomaron rumbos diferentes para dividir los esfuerzos de búsqueda de la Gestapo. Stower sorteó territorio ocupado y evadió a sus captores una y otra vez haciéndose pasar por un trabajador español. Confundió a las autoridades alemanas con papeles falsos creados en el campo de prisioneros. Así, transitó la geografía sin problemas.
Tomó contacto con miembros de la resistencia, estudió las rutas ferroviarias, los horario de trenes y las vías de escape alternativas. Eso lo llevó a la frontera Suiza. Ingresó en tierra neutral pero sin darse cuenta cometió un error en la navegación que lo llevó de regreso a territorio alemán, donde fue sorprendido por una patrulla fronteriza. En ese instante todo acabó y pronto estuvo en la oscuridad de un calabozo.
Tuvo la suerte de ser enviado nuevamente al Stalag Luft III. Al arribar lo esperaba una sorpresa poco grata: el jefe del campo ordenó confinarlo a una celda solitaria llamada ‘La Heladera’ preparada para los escapistas. Permaneció allí, aislado y en la oscuridad total, durante un mes.
Stower utilizó el tiempo para memorizar los datos recabados y analizar los errores cometidos. Al emerger del encierro y ser enviado junto a sus pares, brindó la información que había recogido en su primer raid. Sus dos compañeros de fuga, que también fueron capturados y reportados a Stalag Luft III, aportaron más datos. Así comenzó a gestarse el más espectacular escape masivo, con más de doscientos hombres, para el año siguiente. Programaron la construcción de tres túneles, coordinada por el “Comité X” encabezada por el Squadron Leader Roger Bushell, un reconocido piloto de Spitfires que tomaría el nombre en clave de “Big X”.
Los prisioneros trabajaron en turno durante tres meses y cavaron tres túneles. Los excavadores -entre los que se encontraba John Stower- perforaron el suelo arenoso. A medida que avanzaban, colocaban maderas extraídas del revestimiento de las habitaciones para dar solidez a los túneles y evitar derrumbes. Recorrían la construcción arrastrándose por un espacio reducido. Así, la obra adquirió el aspecto de una primitiva mina.
Las inspecciones sorpresivas a las barracas por parte de los hurones también se coronaron de éxito. Descubrieron dos túneles en progreso. Sin embargo, el túnel llamado “Harry” no fue descubierto y eso dejo con un atisbo de esperanza a los escapistas. Los prisioneros dedicaron todo su tiempo a concretar su construcción.
La tierra que extraían del túnel era llevada a la superficie por otros prisioneros mediante pequeñas bolsas de tela cosidas en sus pantalones. Luego era desparramada en las huertas que habían creado tras convencer a los alemanes que podían proveerles de vegetales.
Los guardias alemanes que sospechaban de todo redoblaron sus esfuerzos pero no tuvieron la suerte de descubrir el último túnel a tiempo…
Finalmente, el 24 de marzo de 1944, los escapistas elegidos (entre los que se encontraba John Stower) comenzaron la fuga. Con sus prendas previamente teñidas y reformadas por un sastre, fueron descendiendo a las profundidades del túnel. Luego, de a uno por vez, se acostaron sobre un carrito de madera que rodaba por una vía primitiva, también de madera. Jalando de una soga, transitaron los 110 metros del estrecho túnel. No estaban en la oscuridad total, habían logrado colocar, cada tanto, algunas lámparas.
En el otro extremo del túnel, un prisionero tenía la responsabilidad de dar la “última palada” y abrir la puerta hacia la libertad. Para alivio de todos, emergió afuera del campo de prisioneros, aunque cerca de las alambradas y de una torre de vigilancia.
Los primeros fugitivos se refugiaron en el bosque al amparo de la oscuridad. Desde allí, tomaron los distintos rumbos de escape que habían acordado previamente. Alertados por movimientos extraños, los guardias decidieron patrullar la zona. Pero cuando descubrieron la evasión, ya era tarde: 76 prisioneros habían logrado escaparse.
Los “hurones” lograron frustrar parte del plan: capturaron a los fugitivos rezagados en la salida del túnel mientras que otros 63 fueron apresaron cuando regresaban a las barracas arrastrándose por el salvoconducto.
Los 76 que lograron atravesar el túnel se desperdigaron en forma individual o en pares. Hitler, enterado del suceso, ordenó la captura de todos. Para lograr su objetivo, movilizó a tres millones de efectivos de diferentes fuerzas. Cada uno de los escapistas conocía al menos dos idiomas y muchos hablaban alemán a la perfección, lo que facilitaría su fuga.
Cada uno de los fugitivos había sido seleccionado minuciosamente. En el caso de Stower, se destacó que hablaba dos idiomas con fluidez y tenía resistencia física y mental. Como a cada uno de los prófugos, lo acompañó “como una sombra” la posibilidad de ser apresado y torturado por la Gestapo.
La sangre fría de Stower fue fundamental ante momentos de peligro. Burló los controles alemanes y compró pasajes de tren para él y su compañero. Usó una identificación falsa que le habían suministrado en el campo de prisioneros.
En sus días prófugo, recorriendo distintas regiones alemanas, recordó su experiencia volando en misiones de bombardeo en dos unidades de la RAF. Voló bombarderos Hampden y Wellington. Fue justamente en un bimotor Wellington que bautizó ‘Buena Esperanza’ que fue derribado mientras realizaba una misión de sembrado de minas frente a la costa de Heligoland.
Hitler, ante el poco avance realizado en las primeras horas, tuvo un estallido de furia y rectificó su tajante orden de fusilar a todos los capturados. Pero lo persuadieron en no hacerlo, ya que ese campo de prisioneros era monitoreado por la Cruz Roja Internacional y mantenido con alimentos provistos por la generosidad de la gente que llegaba desde diferentes partes del mundo libre, incluida la Argentina, que proveía de cigarrillos, alpargatas y latas de conserva de carne.
Tras varias jornadas Hitler recapacitó y ordenó que se fusilara a cincuenta de los evadidos. Designó a Arthur Nebe como encargado para seleccionar a las víctimas. Poco a poco, en los últimos días de marzo comenzaron a ser atrapados los escapistas. Caían en las calles, en puestos de vigilancia y en operativos cerrojo. Stower pudo evadirlos.
Durante uno de los tantos viajes que Stower realizó en tren, llamó la atención de un policía. Y es que había algo notable en sus pantalones: eran similares a los de otros evadidos que previamente habían sido teñidos en el campo de prisioneros para simular ser del ámbito civil.
El policía se retiró y regresó al vagón con refuerzos. Atraparon a Stower en su asiento y terminaron así con su escape. Lo llevaron al cuartel de Reichenberg de la Gestapo, donde quedó detenido en una celda de aislamiento. Un guardia alemán que le llevaba alimentos y que sabía hablar español dijo que pronto sería devuelto al campo de prisioneros. Pero era mentira.
El jujeño Stower fue seleccionado para ser fusilado por tres motivos. Primero, había escapado previamente. Además, era soltero, lo que se había convertido en una desventaja porque Nebe no quería fusilar a casados con hijos. Por último, había burlado con papeles falsos a las fuerzas alemanas, durante cinco días. Y semejante humillación debía ser castigada.
Tres agentes de la Gestapo se encargaron de darle muerte: Walter Lux, Robert Weyland y Bernhard Baatz. Lo llevaron a un bosque cercano y pusieron fin a su vida con un disparo. Su cuerpo fue cremado y sus cenizas fueron depositadas en el bosque junto a otras 49 urnas.
El macabro operativo fue denunciado por el jefe del campo de prisioneros de la Luftwaffe que se había opuesto al fusilamiento y por miembros de la Cruz Roja.
Al finalizar la Segunda Guerra Mundial comenzó una investigación sobre los hechos y la detención de sus autores. En 1947 un tribunal militar aliado juzgó los hechos en la ciudad de Hamburgo y condenó a 18 participantes en la ejecución masiva. El proceso concluyó con 14 penas de muerte, de las cuales 13 fueron ejecutadas.
Durante 1963, Hollywood reunió en una súper producción a estrellas del cine para recrear el hecho. La banda de sonido, una melodía inolvidable, nos recuerda a jóvenes tallados en otra madera que con su esfuerzo y abnegación le mostraron al mundo lo que eran capaces de hacer cosas imposibles, aun a costa de sus vidas.