
Vivir en la periferia de una gran ciudad y no tener un pueblo al que te mandaran tus padres en verano te convertía en aquellos setenta en una desgraciadilla. Si algo nos curtió como personas capaces de albergar en nuestro corazón dos universos, el rural y el urbano, era ese lazo con el pueblo. Cuando nuestro Seat 124 avanzaba por la calle estrecha hasta la casa de mi tía sentíamos los gritos enajenados de las mujeres que ya habían sido avisadas de nuestra llegada. Tías primeras, segundas, lejanas, un comité de recepción espontáneo que inauguraba el verano. Había que dar besos. Entonces no se les preguntaba a los niños si querían o no darlos; era un ritual obligatorio, inconcebible que te negaras. Besos precipitados y sonoros, besos a aquellas verrugas santas de las que salían pelos negros y duros como clavos, besos a aquella pobrecica a la que se le caía la baba, besos como ventosas, y nuestras cabezas apresadas entre las manos de aquellas mujeres que las hacían chocar contra sus pechos enfundados en batas de flores que olían a comida a diario y a colonia Joya los domingos. No deseo hacer comparaciones, hoy todo se convierte en un debate enconado y ridículo, pero en mi recuerdo aquellos besos eran como el salvoconducto que nos permitía a los niños de ciudad entrar en unas calles que eran suyas en los temibles inviernos. Una vez que se acababa la ceremonia de bienvenida, te soltaban de sus brazos para dejarte libre, aunque jamás podías sentirte ajena a sus miradas.






