Me acuerdo como si fuera ayer de la tarde tórrida de julio en la que oímos en la radio que Miguel Ángel Blanco había sido asesinado. Me acuerdo de salir del Museo Thyssen y encontrarme en la acera con mi amigo Iñaki Esteban, que tenía la cara pálida y desencajada y me dijo que acababan de matar en Vitoria a Fernando Buesa y a su escolta. Y me acuerdo exactamente de la calle de Madrid por la que íbamos mi mujer y yo y oímos en la radio del taxi que unos etarras acababan de asesinar a Ernest Lluch. Nos quedamos en silencio y mi mujer rompió a llorar en la oscuridad del taxi, alumbrado apenas por las luces frías de la noche de Madrid. Las noticias de asesinatos eran tan frecuentes que se había instalado como una sorda rutina para acompañarlas: la rueda de “enérgicas condenas” de unos dirigentes políticos, el silencio o la ambigüedad oportunista y cínica de otros, los juegos malabares con las palabras, que en esa época habían alcanzado un nivel insuperable de vileza: la “lucha armada”, “el conflicto”, la siniestra “socialización del sufrimiento”.