
Una manta sobre el banco de madera protege del frío las posaderas de Ludmila, de 60 años, y otras vecinas que echan la tarde bajo un árbol en un barrio residencial de Kramatorsk, en la provincia de Donetsk, al este de Ucrania. Residen a unos 20 kilómetros de posiciones rusas en una ciudad objetivo constante de ataques enemigos, pero no se alteran lo más mínimo por el estruendo de fondo. Tienen callo. Ludmila confía en que las tropas locales consigan frenar al invasor pero reconoce a su vez que, si estrechan el actual asedio, avanzan y toman la ciudad, ella no se irá. “Sí, me quedaría”, responde. “Tengo amigos y conocidos que viven ya bajo los rusos y, de alguna manera, sobreviven. Viven igual que vivimos aquí. Yo, como todos, lo que quiero es la paz”, agrega esta mujer que ha pasado toda su vida en Kramatorsk y considera que sus raíces son ya demasiado profundas.





