Entre las especies autóctonas de nuestro país hay flores y árboles que no solo embellecen los espacios: guardan relatos, mitos y costumbres que los conecta con la memoria colectiva de sus pueblos. Cultivarlos es, en cierto modo, invitar a la historia a enraizarse en casa.
El ceibo, con sus racimos encendidos, es un ejemplo perfecto. Declarada flor nacional en 1942, esta especie ribereña no solo tiñe de rojo las costas y plazas, sino que evoca la leyenda guaraní de Anahí, la joven cautiva que, al ser condenada a muerte, fue transformada por los dioses en un árbol de flores tan intensas como su resistencia.
Borges lo menciona, Yupanqui lo canta, y en cada floración late un símbolo de identidad rioplatense
No menos cultural es la yerba mate, el árbol siempreverde que nos regaló la selva misionera. Para los guaraníes, fue un obsequio divino: cuentan que la diosa de la luna descendió a la tierra y, en agradecimiento a la hospitalidad de una familia, dejó esta planta como símbolo de amistad y compañía.
Hoy, siglos después, cada ronda de mate reitera ese gesto ancestral. Tener una planta de Ilex paraguariensis en maceta es un acto más poético que práctico, pero resume la idea de cultivar un rito cotidiano.
En las ciudades, el palo borracho —con su tronco espinoso y flores rosadas de estilo casi tropical— se ha convertido en parte del paisaje urbano.
Pero detrás de esa estética exuberante hay un trasfondo que lo vincula con la fertilidad y la protección, atributos que le conferían los pueblos originarios. Hoy aparece en murales, esculturas y hasta en grafitis como emblema de la naturaleza que sobrevive entre el cemento.
La pasionaria o mburucuyá, con sus flores barrocas y casi hipnóticas, condensa otra historia singular. Los jesuitas la interpretaron como un símbolo religioso: vieron en sus estructuras florales los clavos, la corona y la cruz de la Pasión de Cristo.
Pero el nombre guaraní, mburucuyá, remite a lo misterioso y espiritual, a un puente entre el mundo natural y el sagrado. Además, sus frutos naranjas atraen aves y su follaje trepador convierte cualquier reja en escenario de biodiversidad.
La trepadora que cubre pérgolas y muros con un espectáculo de color y perfume imposible de olvidar
Más silencioso, pero igualmente cargado de memoria, el tacuaruzú, un bambú nativo del Chaco, ha sido durante siglos sostén material y cultural de comunidades enteras. Sus cañas sirvieron para levantar viviendas, fabricar instrumentos musicales y dar forma a artesanías que todavía hoy conservan valor ritual y económico. Mirarlo crecer es recordar que la cultura también se teje con fibras vegetales.
En cada una de estas especies, lo ornamental convive con lo simbólico
Incorporar alguna de estas especies al jardín es mucho más que una decisión estética: habla de recuperar relatos que, de otro modo, quedarían relegados a los libros o a las tradiciones orales.
Un ceibo en la vereda, un palo borracho en la esquina, una pasiflora trepando la reja o una planta de yerba en maceta son fragmentos vivos de un patrimonio compartido. Porque al final, un jardín puede ser hermoso, pero cuando florece la historia, también se vuelve inolvidable.