Esta semana el presidente de la Generalitat, Salvador Illa, demostró en su discurso en el debate de política general del Parlament que los datos por si solos no bastan para construir un relato triunfalista convincente. Es cierto, como dijo Illa, que “la economía catalana funciona”, al menos en términos macroeconómicos: el PIB catalán, es decir, lo que los habitantes producen durante un año entre todos con sus actividades económicas, superó el año pasado los 300.000 millones de euros, y crece por encima de la media española —un 3,6% en 2024 frente a un 3,5% en España—; la tasa de paro se sitúa alrededor del 8%, las mejores cifras desde antes de la crisis financiera; y la buena marcha de Cataluña ha recibido un espaldarazo de las agencias de calificación internacionales, lo que permite tener mejores condiciones para financiar la deuda. Pero esta “Cataluña en marcha” de la que habló Illa no es suficiente: hay problemas estructurales que impiden que la prosperidad llegue a todos los bolsillos y el president lo sabe. Por ello centró su discurso en uno de esos grandes retos, el acceso a la vivienda, aunque hay otros: la pérdida de poder adquisitivo por la inflación, los salarios estancados y una economía poco productiva demasiado dependiente del turismo.