Un remanso de paz adornado con muebles redondeados y una paleta de colores relajantes, sumada a porcelana pintada a mano de la tradicional manufactura húngara… Es lo que se lee en la más reciente puesta de Krisztina Kováts en el Kempinski Corvinus Budapest.
La diseñadora nació en Fehérgyarmat y creció en Békéscsaba, dos rincones muy distintos de Hungría. Hacia el fin de su adolescencia se mudó a Budapest, donde estudió marketing en alemán, lo que en aquel entonces le pareció audaz “y un poco masoquista –recuerda con humor–. Mis padres son profesores y muchos familiares son médicos o economistas. Soy la excepción”.
A los 25 años montó su propio negocio de diseño y comenzó a crear ambientes. “Mi amor por los interiores nació a temprana edad, gracias a mi madre que constantemente reorganizaba nuestra casa –afirma–. Incluso me sentía orgullosa de que nuestra casa no se pareciera a ninguna otra”. Pero su primera revelación ocurrió durante una pausa en sus estudios, cuando se fue a Alemania a trabajar y vivir con una pareja de médicos italo-alemanes como niñera.
“Esa casa fue mi primer curso intensivo de belleza poco convencional –sostiene–. Recuerdo llegar y quedarme completamente desconcertada: ¿cómo puede una cocina ser gris? ¿Por qué está la cama colocada en diagonal en la habitación? ¿Cómo funciona esta mezcla de armarios antiguos y sofás ultramodernos? Era caótico y, al mismo tiempo, organizado”.
–Fue un comienzo autodidacta…
–Sí, recuerdo que entonces compré mi primer número de Schöner Wohnen (revista tradicional de decoración), que prácticamente me aprendí de memoria de principio a fin. Empecé a estudiar pintura, consideré brevemente el diseño: tenía hambre de creatividad. Al final, sin embargo, hay algo muy húngaro: dicen que sentimos la atracción de nuestro hogar. En mi caso, era cierto. Echaba de menos la luz, el humor, el desorden de Budapest, así que volví y encontré mi voz en el diseño de interiores. Me matriculé en una escuela de diseño de interiores y, al mismo tiempo, empecé a trabajar en un estudio de arquitectura. Nos contrataron a cuatro –tres chicos y yo– y, aunque me encantaba ese pequeño equipo (compartimos mucho café y aún más sarcasmo), no podía quitarme de la cabeza la sensación de que no me veían ni valoraban del todo. A los 25 tomé la decisión más audaz de mi vida: empecé mi propia empresa.
–¡Qué audacia!
–Cuando les dije a mis padres, casi se desmayan; era una idea tan nueva e inesperada en nuestra familia. Me pareció surrealista, un poco ridículo. Emprender en Hungría a los 25 años, y siendo mujer, no fue precisamente fácil. No es el entorno más fácil para los jóvenes emprendedores, sobre todo en un campo como el diseño, donde la confianza suele ser más importante que la experiencia. Pero tuve suerte: mi tiempo en Alemania valió la pena en más de un sentido. Había desarrollado mi alemán hasta alcanzar un nivel casi nativo y, cuando regresé a Budapest, hubo un auge en el desarrollo de oficinas. Muchas empresas alemanas y austríacas se estaban estableciendo, y comencé a trabajar con ellas.
–¿Cuál es tu lectura del diseño húngaro?
–El diseño húngaro está en un momento emocionante: cada vez más diseñadores encuentran su voz en el delicado equilibrio entre tradición e innovación. Valoro el trabajo que muestra una gran calidad formal, pensamiento original y un alto nivel de artesanía. Mi estilo tiene algo de nuestra esencia: se basa en el juego de contrastes. Me encanta mezclar lo antiguo con lo nuevo, porque eso es lo que le da alma y carácter a un espacio. La simplicidad, los materiales naturales y las proporciones equilibradas son clave, pero siempre busco ese toque sorprendente que haga que un interior sea inolvidable.
–Sos defensora de añadir un toque de humor a las ambientaciones. ¿Cómo?
–Sí, creo que el humor es esencial en el diseño. No de forma estridente ni forzada, sino con un toque ligero y lúdico. Un objeto bien colocado y que provoque una sonrisa puede suavizar un espacio y hacer que la gente se sienta más a gusto en él. Puede ser una lámpara atrevida e inesperada, una elección de color inusual o un mueble que casi parece “hablar”. Por ejemplo, he colocado un sillón a rayas en un interior muy sobrio, o he colgado una obra de arte irónica y llena de personalidad en una habitación tranquila y elegante. Así, el espacio respira, se relaja y se humaniza.
–Entiendo que a la hora de comenzar un proyecto partís de un enfoque poco profesional…
–Sí, es cierto: mi proceso nunca empieza con dibujos técnicos ni mediciones. Siempre empiezo buscando la atmósfera, la sensación que el espacio debe evocar. Cuando entro en un sitio, no veo primero lo que hay físicamente: ni las paredes desgastadas ni la distribución incómoda. En cambio, me invaden sentimientos y atmósferas. Me encanta sumergirme en el mundo que estamos creando: ¿cuál sería su aroma? ¿Cómo cae la luz de la tarde? ¿Qué siente la persona que entra? Tengo la suerte de haber viajado mucho, y cada sitio me inspira: los colores, las formas, los perfumes, los sabores y la gente me aportan nuevas ideas. Esta amplia perspectiva me permite ver y pensar de muchas maneras, y me ayuda a conectar con la esencia de un espacio. Algunos podrían llamarlo un método “poco profesional”, pero yo prefiero considerarlo una forma de diseño profundamente sensible e intuitiva.
–¿Cómo se logra el equilibrio entre estilo y funcionalidad?
–No son opuestos, sino aliados. Un espacio se vuelve verdaderamente habitable y encantador cuando no solo es bello, sino también práctico. Siempre me esfuerzo por asegurar que el diseño ofrezca una experiencia estética y satisfaga las exigencias del uso diario. Me encanta cuando los muebles, los materiales y las formas no solo lucen bien, sino que también son cómodos, duraderos y se integran perfectamente en el espacio. La función siempre guía la creatividad entre bastidores, pero la experiencia y la atmósfera permanecen en el centro. Así nace la armonía que define un gran diseño.
“Quizás instintivamente, prestamos más atención a los pequeños detalles, los estados de ánimo, las experiencias que dejan una huella imborrable, no solo visualmente, sino también emocionalmente . Eso pasó en mi última obra en el Kempinski Corvinus Budapest. Intenté mostrar que el hotel no es solo una serie de espacios hermosos; es una historia, una atmósfera que acoge, reconforta, refresca e incluso inspira”, concluye